Retorno a Tomé el 2050
Me resulta emocionante, haber regresado a la ciudad en que vivieron mis abuelos y encontrarla muy diferente a lo que atesoraba mi memoria. Por afanes familiares y profesionales, nunca me di tiempo de volver al terruño de los padres de mi madre. Siendo niño prometí visitarlos cuando celebraran 100 años de vida (en ese tiempo pensaba que los tatitas eran inmortales). Ellos desconfiaron de mi promesa, dijeron que me olvidaría, que a lo mejor viviría en otro país o estaría en lejano planeta. No quisieron decirme que desconfiaban llegar al 2050. Pero les cumplí y aquí estoy en la ciudad que los vio nacer y morir.
Conocí bien esta ciudad rodeada de cerros, cuando mis abuelos me acogieron hace 30 años. Fue en los primeros tiempos del Covid 19, epidemia que dejó muchos muertos y secuelas corporales, familiares, psicológicas, sociológicas y económicas, las que aún persisten. Fueron dos años sin jugar con mis amigos y compañeros de colegio, solo contacto por zoom en horas de clases. Durante meses de obligada cuarentena, mi madre nos acompañó en la casa familiar; su empresa estableció teletrabajo, para evitar que los funcionarios se contaminaran y pidieran licencias médicas. Pasado lo peor de la pandemia, ella volvió a la capital y quedé solo al cuidado de mis abuelos.
En dos años de residencia tomecina, a pesar que era muy niño, aprendí a reconocer sus calles, cerros y playas. Residí en el sector plano de la ciudad, en Aníbal Pinto esquina Sargento Aldea. Desde un punto cercano de cerro Estanque, pude visualizar el lugar exacto en que sigue estando el primer piso sumergido, de la que fue vivienda de mis tatas. Solo sobresale la chimenea, como pigmeo faro diurno. Mi abuelo me enseñó a ponerle leña al hogar de la chimenea, mientras mi abuela tejía un chaleco para mí. Del segundo piso de madera, donde dormía, soñaba y jugaba, ya no queda nada.
Me resulta tan extraño comparar el pasado lejano con el presente. Según expertos, la pérdida del valle de Tomé se debió a dos causas: el cambio climático, que sigue elevando el nivel de los océanos y sucesivos sismos, de variadas magnitudes, que hundieron en pocos años el sector plano de la ciudad, dejándola unos tres metros bajo el agua. Se perdieron irremediablemente no solo sus playas, también la costanera que era muy hermosa. En Bellavista, el mar llega ahora más allá de Los Tilos. El barrio California también está bajo el agua. Los edificios del hospital y cuatro liceos, sirven de refugio a jotes, gorriones y palomas. Del promontorio del Balneario El Morro, queda muy poco. Ya no es visible el cerrito que había detrás de la iglesia, tampoco existe Crosville, última industria textil que tuvo Tomé.
En este momento de reencuentro con mi pasado, añoro los dos veranos en que disfruté intensamente en el entonces acogedor roquerío playero llamado “La piedra del chancho”.
La fontana de tritones, de la que tanto le gustaba hablar a mi abuelo, y decoraba la plaza, fue salvada e instalada en la plaza Renacer, creada en la meseta de Punta de Parra, donde ahora está el barrio cívico. De la iglesia parroquial solo se divisan el muro del portal y la bóveda del altar. Del campanario reconstruido después del terremoto del 2010, ya no queda nada. Las galerías del estadio forman una laguna rodeada de mar.
El desfachatado edificio municipal, ubicado frente a la plaza, se convirtió en hospedaje de gaviotas y pelícanos. Incluso hay ocasiones en que lobos de mar se posesionan de él e impiden a los pescadores guardar sus aparejos, en los espacios que antes fueron flamantes oficinas. Tres muelles colgantes, dispuestos al norte, oriente y poniente del edificio, permiten atracar embarcaciones, si es que los lobos autorizan. Durante la noche y temporales, los muelles se elevan como puentes de castillos feudales, para evitar que el viento y el oleaje los destruya.
Resulta casi anecdótico recordar que mientras estaba lo más grave de la epidemia del Covid 19, comenzó la construcción de dos canales subterráneos, bajos las calles Egaña y Portales, para evitar inundaciones invernales. Como si fuera burla de la naturaleza, ahora calles y canales permanecen para siempre bajo el agua.
De nada sirven los numerosos vehículos motorizados que saturaban las calles del sector plano y céntrico de la ciudad, fueron reemplazados por lanchas de transporte de pasajeros y mercaderías, que van de un cerro a otro, guiándose por los postes de alumbrado que apenas se empinan del agua y están desprovistos de cables. Si antes era obligación el cinturón de seguridad en automóviles, ahora es imprescindible el uso de chalecos salvavidas. A pesar de todos los controles que establece la policía marítima, a menudo hay trágicos accidentes de embarcaciones.
Un puente conecta cerro El Santo con La Pampa, vía de comunicación que permite vincular todos los cerros. El puente de cerro Almirante Latorre al Caracol, vincula la ciudad antigua del norte, con la nueva del sur, que se expande hacia Lirquén.
Felizmente pude estar junto a la tumba de mis abuelos, que juntos descansan en el cementerio antiguo, donde quedan pocos sepulcros; el mar no conforme con hacer desparecer la playa desde El Morro a caleta Bagres, socava obstinado el acantilado, que cada cierto tiempo deja caer tumbas hacia el mar. Algún día mis abuelos también navegaran por la eternidad.
Si hubiera podido, me habría gustado bajar y recorrer con equipo de hombre rana la casa de mis abuelos, la plaza donde di muchos giros en bicicleta, la costanera a Bellavista y la explanada en donde me entretenía tocando nerviosamente los pescados, que sin vida me miraban. Me desaconsejaron emprender la aventura de sumergirme en la rada de Tomé, ya que, por efecto de la contaminación, el agua carece de transparencia necesaria para observar y orientarse.
Creo que fue mejor no haber recorrido el fondo de la ciudad, habría sido como recorrer un brumoso paisaje de pesadilla. Estoy seguro que habría llorado bajo el agua.